Polillas
En la farola al lado del balcón, intentando entrar por no
quemarse. La noche de julio tiene fechas para encender candelas de aceite. Las
polillas quieren entrar porque has ocupado su casa. Negra y húmeda la alcoba
donde miman sus huevos. Te quedarías ahí si supieras que han de regresar. Tú,
una oruga más, siempre su niña.
Pájaros tristes
En las ramas de los olmos de la plaza de Zeta, cuando
anochece febrero más frío que diciembre. Bolitas oscuras del tamaño de un puño
como rizos de algodón mudo ¿Se duermen? Parece que están a punto de convertirse
en agallas de las ramas. Mario dice que es difícil ver un gorrión
muerto. No hablan ni respiran, se cubren con resina. Pero son los mismos que
desordenan la mañana de abril cuando tú cruzas con un deseo insensato en forma
de sonrisa.
Barco en el océano
En un balanceo azulado de la distancia. Los bañistas miran
el punto indefinible, luego vuelven a recordar su edad de peces. Quizá se
pregunten quién irá, dónde irá, luego vuelven a la firmeza de la playa. Son
iguales a las parejas que pasean en el parque de Macke. Tú observas la línea de
tierra; alguna vez fuiste una de ellos, reías con la venida de una ola, jugabas
con los niños sumando sus castillos de arena, sus voces de arena, Se hace tarde
para acercarse y es peligroso, dices. Continúas la travesía sin retorno. Pasas
de largo. La alegría es una costa demasiado lejana. Una isla sin playa y sin
verano.
Alborada del gracioso
En la pausa de la templanza de la noche, cuando escapa un
perro persiguiendo a gatos demorados. Alguien afirma que es el fantasma de un
jinete azul ¿Recuerdas que tomábamos varios cafés en la taberna de los borrachos
las mañanas de domingo? Así imaginamos que hemos reído y no hemos dormido,
decías. Por calles que no son solitarias sino espacios adelantándose a la
lengua del amanecer, caminando con silenciosas siluetas. Se escucha una risa,
una exhalación de gato o el paso de un caballo dando rítmico eco. Qué relativa la evidencia.
El valle de las campanas
En el recorrido que rodea a esta ciudad, alto, de alcotanes y
plantas aromáticas. Se acercan tanto las nubes a las torres que basta una
quebradura del viento para cambiar su color, y son doradas, sombrías, lentas,
transparentes, inquietas, rojizas de piedra moldeable. Penetra el viento en los
vanos de bronce y no sabes si los muertos agitan sus libros de horas o son
llamadas tranquilas para una oración que se retrae. Viene y va el sonido con el
viento. Tú, entre tanto, tienes la certeza de haber nacido continuamente aquí,
y es un consuelo conocer esta ciudad, esta brevedad de imperfecta tierra
prometida.