CARTA A JOHN K.
En este aprendizaje de la
infelicidad hay un instante de esplendor que despereza el árbol aletargado en
mi escritura.
Hay un instante de esplendor que
es mío:
las palabras no son una fruta
violentada, no renuncian a la excitación de su prodigiosa fortaleza, inventan otro modo de
acercarse al ocaso de la angustia y, en una página blanca, el azar de la
existencia de las cosas más próximas a mí se convierte en carne y sangre y piel
que no se pudrirán si desvío la mirada a causa del dolor, si pienso que no es verdad el fuego de
la materia duradera.
Siempre me dices
mira cómo se entrega el sauce a la muerte,
cómo despierta al día de su muerte acicalándose en el viento.
Una gasa verde se insinúa en sus huesos, un leve movimiento
de la tierra lo resucita. Mira cómo adelanta el fin, cómo
no espera a ser llamado.
Y murmuras sonriéndome
no te resistas a su luz pues la muerte brilla el fondo de sus besos
vegetales.
John,
en este aprendizaje de la
infelicidad la luz es un irse deslizando a la amargura que ha extraviado el momento de
esplendor prometido en la mañana; tal vez, el país de la monotonía hubiera dado
un vuelco y, de pronto, nada estaba en su sitio porque temblaba el desorden de
gozo con una inesperada anunciación:
el hallazgo de un tesoro pirata
que se creía una leyenda, el saltar a la superficie un manantial de saludos tan
impetuoso como los géiseres y con la misma fe que permanece en los alminares
aguardando las respuestas consoladoras y divinas.
El árbol enraizado en mi
escritura no posee el inicio de la Primavera que resplandece en el sauce; de poco le ha
servido su aguzada consciencia del exceso mientras la pasión se le iba
enroscando vorazmente y él se dejaba acariciar y se perdía.
Y aunque sabe que la muerte no
gusta de los epílogos sino que reside en la primera letra de los deseos, se
estremece, no acierta a contener las grietas de la tristeza, se duele tanto que
los días se transforman en un calvario de cofres abiertos y vacíos.
Qué pocas palabras se disfrazan
entonces para la noche de la fiesta.
Qué celebración más rápida la de
ese carnaval de no ser quien soy y ser el personaje a quien la suerte regaló su
capricho de felicitaciones, un sortilegio de palabras para calentar el pecho de
los que escuchan su declamar pausado, para emocionarlos y para conseguir una
tregua en la aflicción inacabable.
He reconocido al viejo dios del
tiempo entrando en mi casa, aclimatándose a mis hábitos de soledad y de pequeños
abandonos por parte de los niños. Siempre me has dicho que él encontraría mi
refugio, que me arrebataría el significado del amanecer, de las intenciones
libertinas, del repetirse una y otra vez las heridas del costado.
Este viejo dios ha tomado asiento
en el árbol que se creía una población de cúpulas doradas, y las imágenes de
fantasmas se multiplican igual que delgados frutos de una enfermedad
silenciosa.
No me siento culpable porque otros
dioses se hayan disuelto en la edad del barro; tú bien sabes que perder la
ingenuidad es desconfiar de las peticiones de justicia, ya me advertiste cómo la inocencia
hiela la mirada, cómo descubre las trampas del futuro.
John,
ahora comprendo que mi
aprendizaje se ejercita en la sed de la memoria, un angustioso recordar que si
los actos se repiten hasta el hastío, no todo es igual y la fugacidad los
convierte en juegos irrecuperables, con su momento de esplendor, con su eternidad de huella perdida.
Y a pesar de tanto esfuerzo para
morir despacio, me aconsejas que no pruebe de las aguas del Leteo.
No temas,
no beberé de sus aguas, no
acercaré mi boca a su grial tranquilo y sin retorno.
Me quemará el paladar la negra
aceituna del ansia, se abrasarán mis pulmones con la ceniza que vuelve cuando la
alegría se despide, pero no beberé y tú no me verás en el lecho del río, cerca de los
cuerpos tendidos boca arriba y lanceados por la corriente.
Resistiré en la infelicidad, se
esfumará el momento de esplendor, se calcificará en el desencanto su peligrosa golosina,
pero no beberé, ni siquiera me miraré en las aguas del Leteo.
Porque, a cambio del olvido, ¿qué
leña harán de mi árbol de palabras aquellos que quieran abrazarse con sus restos
de amor?
A cambio del olvido, qué otra
cosa seré sino mentiras:
no haber vivido nunca la sinrazón
de un juego temerario, no haber sentido nunca al corazón hallando una pregunta de
cariño.
John,
no bajes aún las escaleras de la
Piazza di Spagna y quédate a mi lado: contemplarás con mis ojos la querencia para
crecer en la Melancolía del árbol que regamos suavemente;
alcanzará la infelicidad azul y
luminosa del verano y no tendrá por techo más que su propia soledad, altura de
palabras remontando el viaje de las aves que jamás, jamás se detienen en un
nido.