sábado, 27 de septiembre de 2014

De la primera revista Hermes





CARTA A JOHN K.

En este aprendizaje de la infelicidad hay un instante de esplendor que despereza el árbol aletargado en mi escritura.

Hay un instante de esplendor que es mío:

las palabras no son una fruta violentada, no renuncian a la excitación de su  prodigiosa fortaleza, inventan otro modo de acercarse al ocaso de la angustia y, en una página blanca, el azar de la existencia de las cosas más próximas a mí se convierte en carne y sangre y piel que no se pudrirán si desvío la mirada a causa del  dolor, si pienso que no es verdad el fuego de la materia duradera.

Siempre me dices
mira cómo se entrega el sauce a la muerte,
cómo despierta al día de su muerte acicalándose en el viento.
Una gasa verde se insinúa en sus huesos, un leve movimiento
de la tierra lo resucita. Mira cómo adelanta el fin, cómo
no espera a ser llamado.

Y murmuras sonriéndome
no te resistas a su luz pues la muerte brilla el fondo de sus besos
vegetales.

John,
en este aprendizaje de la infelicidad la luz es un irse deslizando a la amargura que ha extraviado el momento de esplendor prometido en la mañana; tal vez, el país de la monotonía hubiera dado un vuelco y, de pronto, nada estaba en su sitio porque temblaba el desorden de gozo con una inesperada anunciación:

el hallazgo de un tesoro pirata que se creía una leyenda, el saltar a la superficie un manantial de saludos tan impetuoso como los géiseres y con la misma fe que permanece en los alminares aguardando las respuestas consoladoras y divinas.

El árbol enraizado en mi escritura no posee el inicio de la Primavera que resplandece en el sauce; de poco le ha servido su aguzada consciencia del exceso mientras la pasión se le iba enroscando vorazmente y él se dejaba acariciar y se perdía.

Y aunque sabe que la muerte no gusta de los epílogos sino que reside en la primera letra de los deseos, se estremece, no acierta a contener las grietas de la tristeza, se duele tanto que los días se transforman en un calvario de cofres abiertos y vacíos.

Qué pocas palabras se disfrazan entonces para la noche de la fiesta.

Qué celebración más rápida la de ese carnaval de no ser quien soy y ser el personaje a quien la suerte regaló su capricho de felicitaciones, un sortilegio de palabras para calentar el pecho de los que escuchan su declamar pausado, para emocionarlos y para conseguir una tregua en la aflicción inacabable.

He reconocido al viejo dios del tiempo entrando en mi casa, aclimatándose a mis hábitos de soledad y de pequeños abandonos por parte de los niños. Siempre me has dicho que él encontraría mi refugio, que me arrebataría el significado del amanecer, de las intenciones libertinas, del repetirse una y otra vez las heridas  del costado.

Este viejo dios ha tomado asiento en el árbol que se creía una población de cúpulas doradas, y las imágenes de fantasmas se multiplican igual que delgados frutos de una enfermedad silenciosa.

No me siento culpable porque otros dioses se hayan disuelto en la edad del barro; tú bien sabes que perder la ingenuidad es desconfiar de las peticiones de justicia, ya me advertiste cómo la inocencia hiela la mirada, cómo descubre las trampas del futuro.

John,
ahora comprendo que mi aprendizaje se ejercita en la sed de la memoria, un angustioso recordar que si los actos se repiten hasta el hastío, no todo es igual y la fugacidad los convierte en juegos irrecuperables, con su momento de esplendor, con su eternidad de huella perdida.

Y a pesar de tanto esfuerzo para morir despacio, me aconsejas que no pruebe de las aguas del Leteo.

No temas,
no beberé de sus aguas, no acercaré mi boca a su grial tranquilo y sin retorno.

Me quemará el paladar la negra aceituna del ansia, se abrasarán mis pulmones con la ceniza que vuelve cuando la alegría se despide, pero no beberé y tú no me verás en el lecho del río, cerca de los cuerpos tendidos boca arriba y lanceados por la corriente.

Resistiré en la infelicidad, se esfumará el momento de esplendor, se calcificará en el desencanto su peligrosa golosina, pero no beberé, ni siquiera me miraré en las aguas del Leteo.

Porque, a cambio del olvido, ¿qué leña harán de mi árbol de palabras aquellos que quieran abrazarse con sus restos de amor?

A cambio del olvido, qué otra cosa seré sino mentiras:

no haber vivido nunca la sinrazón de un juego temerario, no haber sentido nunca al corazón hallando una pregunta de cariño.

John,
no bajes aún las escaleras de la Piazza di Spagna y quédate a mi lado: contemplarás con mis ojos la querencia para crecer en la Melancolía del árbol que regamos  suavemente; 

alcanzará la infelicidad azul y luminosa del verano y no tendrá por techo más que su propia soledad, altura de palabras remontando el viaje de las aves que jamás, jamás se detienen en un nido.

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