Los
amos intocables
del
territorio que recorre
la
lechuza
-oye
el temblor en las pestañas
del
ratón y la noche
dibuja
en las cenizas
de
los sacrificios mi sueño
intranquilo-,
los
amos de erizado vello,
con
pupilas felinas
y
olfato más que lobos,
mojan
sus uñas en el cuenco
del
kikeon
y
humedecen mis labios sólo
enseñados
con tu saliva,
Duino;
quieren
que beba, quieren
que
lo mire.
Cómo
negarme a ver
el
pie sin su sandalia
descuidada,
sus
rodillas abiertas, torso
que
si lo toco me hundiré,
axilas
comedoras,
me
hundiré si las toco,
extraño
cristo en el regazo
de
la madre,
gesto
del que posee
y
otorga y enajena,
definitivo
hueco;
me
hundiré si lo toco
y
lo miro
y
lo quiero tocar.
Duino,
distrae
mi mirada
con
la placidez
de
tus estrellas sensitivas,
dos
o tres estrellas mudadas
en
agua,
cometas
de tu sexo
no
irascible que, como el agua,
va
subiendo y bañándome,
aquietándome.
Si
lo miro
cómo
regresaré
de
su hendidura.
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