...sí, hago una parada.
Has escrito tan pocos textos en prosa.
Tengo,
como marca para el libro de estos días, una fotografía fechada en Reus, cinco
de mayo de 1917. Con una dedicatoria: “A
mis inolvidables tíos”, y firmada por J. de Rabassa.
Se adivina tu perfil aguileño. La frente
prominente hace que el rostro no sea perfecto. Tu pelo brilla, suave y
recogido, para acariciarlo. Tan negro. Los labios finos muestran una sonrisa
impropia de un retrato de 1917, porque a ti, lo que te habría gustado hubiera
sido soltarte el pelo, burlarte del fotógrafo, abandonar esa flor de perfume
cansino que sobra en tu mano, arrancarte el broche oscuro el vestido,
arrancarte el vestido funeral porque sólo tienes dieciocho años. Aunque no está
bien visto que una jovencita burguesa y catalana, hija de un ingeniero alemán,
se fotografíe con otro atuendo.
Quien te mira no tiene sensaciones de sombra.
Qué guapa eres, Joaquina, Joaquinita. Tu retrato
no pertenece a aquellas impresiones donde las líneas se pierden, donde la voz
ya no existe y nubecillas inútiles adornan los vértices de la cartulina.
Escucho el viento en tu piel y soportas serena el
sol en los ojos. Tan amplios, tan acogedores tus ojos, tan para olvidarse y
tiernos. Exactos, fuertes.
Detrás de ti hay una lejanía de jardín descuidado,
una maraña de follaje supuestamente enorme.
Tus manos, tu cuello, son limpios. Se entretienen
los pendientes finos, medio ocultos por el moño. Los imagino en rítmico oscilar
cuando, con ademán rápido, te vuelves, ¿me
coloco así? Noia, la mano derecha
apóyala en la mesa. Tu pelo otra vez. Poco a poco resbala sobre la frente.
Para hundir los dedos y besarlo y perder la memoria..
Es mayo y tu piel. Mayo eternamente para el
instante de la fotografía, Maravilloso mayo para las noches de invierno, para
los grises melancólicos del retrato, en el deseo que te entreabre los labios
dispuestos. Mayo en la distancia de un pueblo toledano.
Tu paso rápido y lento, cuando te avisaron para la
fotografía. Tus ojos morenos son la alegría. Estaban con Montse.
No importan ritos de ausencia porque sólo tú existes.
Cuentas, a quien te mira, la vida,
sonrojándote al pensar en las bellas promesas del futuro. Pero Montse marcha
lejos.
¿De dónde venías? ¿Quién te dijo: aguanta un momento más que ya terminamos?
Te acaba de comentar Montse que se marcha a un lejano pueblo, cómo es su
nombre, de Castilla. Y es para siempre. ¿Siempre?
¡Si “siempre” no existe! El tiempo. Es un tiempo que no intuías sentada en
una silla de ruedas, para siempre, para siempre, sin calor.
Te llegan las cartas de tu amiga con doce hijos.
Montse, rubia y suave, con doce hijos.
¿A quién se le ocurriría bajar corriendo las
escaleras sino a ti? ¿Dónde ibas?
Observar sentada el cielo, la guerra que parte,
aquella foto, desear el jardín para los besos. O aguardar las cartas desde
Castilla, sentada. ¿Cómo visitar aquel pueblo perdido?
Alguien que no conoces sueña con tu pelo.
¿Quién eres, Joaquina de Rabassa? ¿Qué razón me
hace rescatarte del álbum, del armario de las ropas vacías? ¿Qué delicado
fantasma me susurra tu historia?
Transcurrieron las estaciones y ya no son los
mismos los amigos, los platos de medianoche,
tus queridos más que tíos.
Eterna, inviolable, continuamente viva, sonriendo
para descubrirte una y otra vez en cualquier cajón y estremecerme. Tengo otros
amores secretos pero tú dulcificas la última frase, antes de dormirme, con
esa mayúscula jota inicial rebajada, pequeñita y fina.