- Algo de prosa ( un rescate de 1998 )
Hay un momento de la
mañana, a primera hora, en el que las ventanas que dan al este se iluminan
igual que un reflejo de espejos, igual que el juego irresistible de los niños
con las esferas del reloj saltando por la pared. Alguien mueve las hojas de los
cristales aquí y allá. Te deslumbran. Ignoras dónde será el siguiente destello.
Alguien abre las hojas, ha despertado, permite que entren la luz y el aire nuevo
y fresco para sacudir alfombras y ventilar sábanas y almohadas, colgándolas de
los alféizares como cuerpos que la noche dejó muy cansados. Son los tejidos de
la intimidad, de la cotidianidad necesaria de lo privado. Ventanas de San Juan
de la Penitencia, discretas tras los arcos; hileras de ventanas del Seminario,
fichas de dominó que el dedo índice solar empujaría encadenando su caída,
ventanas del Callejón del Granado, de las Carreras, donde un pintor atrapa la
luz en cajitas con truco para luego, en la tarde..., donde los fantasmas de los
antiguos tintoreros son transparentes, donde el movimiento de la ciudad,
temprano, repite: nunca moriré, nunca
moriré.
-.-
Todavía conservas la imagen
de la noche: puntos iluminados con pedacitos de calor dentro igual que el
poblado del Nacimiento cuando eras niña, igual
que colocar velas de soledad que nadie verá, pensabas cuando te creías
inmortal, la serenidad nocturna, la
delicada serenidad que respeta un sueño en cada casa, piensas ahora.
Siempre has sabido del
desasosiego de la ciudad por la luz. Es una cancioncilla que excusa el remordimiento
por habitar viviendas lejos del pánico de los callejones estrechos. Como si las
sombras no persiguieran a sus dueños, como si fuera suficiente la predilección
por los pisos orientados a las vistas de la ciudad que se eleva a modo de
decorado permanente…
… Este deseo por la luz, tan intenso que sólo se puede reconocer si
caminas por las calles, si vas despacio y miras hacia arriba. No hay remedio,
en esta ciudad se debe andar despacio, con la misma velocidad que la luz, con
el tiempo de la luz.
-.-
Subes por la Calle Ancha
cuando la mañana anima al movimiento. La mañana es una señora que compra
botones de cuarzo nítido y brillante. Hoy, por variar el estar mirando hacia
delante, alzas los ojos al techo de la calle aunque no sea la celebración de
los mantones de Manila y las colchas de deshilado. Hoy, los balcones están
callados, mirando de reojo hasta abajo desde sus balaustradas que recuerdan
vagamente una calle modernista de Cartagena. Otros balcones tienen cristales de
ceniza, otros tienen tulipanes amarillos de Cernuda como si el poeta, apoyando
los brazos en la barandilla, sostuviera un cigarro de silencio, una silenciosa
amabilidad que flota sobre las conversaciones y la prisa suave de los que pasan
a tu lado.
Continúas.
La luz se ha convertido en un globo que brinca en los tejados y baja a
los adoquines y se eleva de nuevo. Vas por la calle de un loro incansable. Lo
escuchas, intentas localizarlo en la latitud de un mirador y no lo ves pero te
consta que los loros pertenecen a la estirpe de lo imperecedero; este es un
loro eterno, silbador de palabras, inaccesible arriba. Quizá la única alegría
de la calle, pues en ella hay un aire de frase triste, de escaparate vacío,
paradigma de ventana con ojos sin color, ojos muertos y muertos.
Sigues el paso de las cartas que rozan la reja de rectángulos
verticales con su bocaza negra de león.
Ya no son ventanas a la altura de tu cara porque las ventanas están
para abrirse o parpadear con las persianas o mirar fuera- dentro- fuera y,
claro, la mañana, ahorrativa, no se detiene ni pregunta en ellas. Se desliza
brevemente por los miradores altísimos que nadie ve y por la reja larga y
preciosa de un balcón que dormita en su invisibilidad.
-.-
Continúas.
Entras en la plaza de los universitarios al mediodía donde toda la luz
se multiplica en miradas. Aquí son más ciertos los versos de Aleixandre. Aquí
se ensancha la luz y es fácil oír el contraste
de las voces jóvenes junto al murmullo de las elevadas y tupidas
celosías de las Gaitanas: esto sí que es mirar y no ser visto, la curiosidad
oculta que nunca sorprenderás, el contraste asombroso por el cual vivir en esta
ciudad no es lo mismo que vivir en cualquier otra.
El mediodía ya tiene
apetito, tanto que la mujer del trampantojo frente a Lorenzana simula que deja
su postura melancólica y aparece y desaparece tras la ventanita mágica. ¿A
quién espera? ¿Cuál es la razón de su
gesto furtivo si quiere que la mires?
Toda la arquitectura figurada de las fachadas próximas quiere ser mirada,
especialmente la ventana pintada con los postigos de rejilla igual que si diera
al mar. Por un momento te imaginas estar en la habitación de esa casa vacía y
penetra la luz de un sorolla de verano entre listón y listón de la madera y
cruza el polvo sin peso de la estancia y se queda para siempre buscando
habitantes. Los balcones, guapos, restaurados muy cerca, también están
intensamente vacíos. Sin embargo, no todo es irreal; hay un aire verdadero que
te trae restos de olor a churros, aromas irresistibles de comidas según bajas
la calle donde se acercan tanto las ventanas que los vecinos se intercambiarían
el primer plato con el segundo. Ser observado dentro de la barbería puede ser una cuestión sociológica y alcanzar la
plaza de las Capuchinas puede ser una constante prueba de paciencia.
Te gusta mucho esta plaza
rara que es cuesta, calle y plaza a la vez; te gusta a pesar del balcón
cubierto, cubierto, cubierto de escoria de paloma, resistiendo todavía con su
barandilla de reja ondulada, tan elegante; a pesar de la casa al otro lado,
quemada, con oscuros esqueletos de balcones como si hubiera habido una guerra
sólo en ella. Las palomas entran y salen sin pudor. Alguien ha colocado una
malla metálica, pero resulta inútil: a las palomas les gusta anidar, a veces,
en los cuerpos de los muertos. No se espantan con un grito y siempre
encontrarán semillas de fantasmas.
-.-
Vas bajando; la luz ha
estado de sobremesa en claraboyas y tragaluces y se mira la hora de la tarde.
Das dos pasos donde la calle se estrecha para una nueva prueba de paciencia y,
enfrente de los cristales de serrín carpintero, un ventanal, o un jardín de
metro y medio o el ejemplo de la preferencia de esta ciudad por los geranios y
las cintas. También margaritas y algún clavel. Toda esta luz vegetal apretada
contra la reja. El aire que pasa dentro es un aire verde de bosque y el
desasosiego por la falta de luz está fuera de lugar. La ventana te explica cómo
ha capturado el brillo valioso del día durante una hora, dos quizá.
Bajas, bajas. La luz es una
pelota de juego de la tarde que se ha soltado desde las Tendillas y va botando
y botando y ya no parará hasta llegar al Puente. Nadie puede seguirla. Pasas
los balcones de la Diputación; más abajo, ventanas en un oh permanente de
abandono. También las hay alegres y cuidadas, se ve que alguien las mima. Y
otras a ras de suelo señalando desniveles, un tesoro lóbrego de cuevas o el
resplandor escondido de los patios. Sabes que quedan cerca los balcones felices
de la Virgen de Gracia, más allá los miradores de Santo Tomé y luego la risión
de esos ventanuquillos con visera en un muro
que apareció una mañana de repente. Y para la luz una cosa es clara:
donde haya un muro, una pared que qué
protege, -preguntas-, ella, la luz, se ausenta.
-.-
Continúas.
Las ventanas del Instituto se tranquilizan pero antes te habrían
saludado con esa insolencia inmortal de los adolescentes o te hubiera llegado
una bola de papel con el mensaje de un amigo que escribe desde el ojo de buey
de un barco pirata.
Y al fin alcanzas, por el
Puente, tu lado favorito de la ciudad. No está muy lejos el lugar desde el que
comenzaste a seguir los talones de la luz. La ciudad, ahora, agradece tanto su
visita que hay casi una risa pagana en los vanos de las campanas asomadas desde
sus torres, y la luz agradece tanto cómo se la agasaja que le regala a la
ciudad sus últimas telas doradas y rojas; la vidriera de San Juan de los Reyes
parece un pulso rápido y todas, todas las ventanas que dan al río son las piedras
de una enorme sortija. Se abren y se cierran y multiplican la luz igual que el
reflejo en las facetas de un diamante. Están vivas la luz y la ciudad y la luz.
Son de carne viva aún. No se mantienen como el decorado de un teatro en
películas de época. Todavía la luz y la ciudad no son el escenario que se va
apagando según se marcha el público después de la función. Aún no son la
silueta monumental de cartón piedra, muda en la oscuridad de la sala, sin razón
para sostenerse, sin sentido.
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