domingo, 13 de enero de 2013

Uno para S



      Algo de prosa ( un rescate de 1998 )


           Hay un momento de la mañana, a primera hora, en el que las ventanas que dan al este se iluminan igual que un reflejo de espejos, igual que el juego irresistible de los niños con las esferas del reloj saltando por la pared. Alguien mueve las hojas de los cristales aquí y allá. Te deslumbran. Ignoras dónde será el siguiente destello. Alguien abre las hojas, ha despertado, permite que entren la luz y el aire nuevo y fresco para sacudir alfombras y ventilar sábanas y almohadas, colgándolas de los alféizares como cuerpos que la noche dejó muy cansados. Son los tejidos de la intimidad, de la cotidianidad necesaria de lo privado. Ventanas de San Juan de la Penitencia, discretas tras los arcos; hileras de ventanas del Seminario, fichas de dominó que el dedo índice solar empujaría encadenando su caída, ventanas del Callejón del Granado, de las Carreras, donde un pintor atrapa la luz en cajitas con truco para luego, en la tarde..., donde los fantasmas de los antiguos tintoreros son transparentes, donde el movimiento de la ciudad, temprano, repite: nunca moriré, nunca moriré.

      -.-

           Todavía conservas la imagen de la noche: puntos iluminados con pedacitos de calor dentro igual que el poblado del Nacimiento cuando eras niña, igual que colocar velas de soledad que nadie verá, pensabas cuando te creías inmortal, la serenidad nocturna, la delicada serenidad que respeta un sueño en cada casa, piensas ahora.


           Siempre has sabido del desasosiego de la ciudad por la luz. Es una cancioncilla que excusa el remordimiento por habitar viviendas lejos del pánico de los callejones estrechos. Como si las sombras no persiguieran a sus dueños, como si fuera suficiente la predilección por los pisos orientados a las vistas de la ciudad que se eleva a modo de decorado permanente…

      … Este deseo por la luz, tan intenso que sólo se puede reconocer si caminas por las calles, si vas despacio y miras hacia arriba. No hay remedio, en esta ciudad se debe andar despacio, con la misma velocidad que la luz, con el tiempo de la luz.

      -.-

           Subes por la Calle Ancha cuando la mañana anima al movimiento. La mañana es una señora que compra botones de cuarzo nítido y brillante. Hoy, por variar el estar mirando hacia delante, alzas los ojos al techo de la calle aunque no sea la celebración de los mantones de Manila y las colchas de deshilado. Hoy, los balcones están callados, mirando de reojo hasta abajo desde sus balaustradas que recuerdan vagamente una calle modernista de Cartagena. Otros balcones tienen cristales de ceniza, otros tienen tulipanes amarillos de Cernuda como si el poeta, apoyando los brazos en la barandilla, sostuviera un cigarro de silencio, una silenciosa amabilidad que flota sobre las conversaciones y la prisa suave de los que pasan a tu lado.


      Continúas.

      La luz se ha convertido en un globo que brinca en los tejados y baja a los adoquines y se eleva de nuevo. Vas por la calle de un loro incansable. Lo escuchas, intentas localizarlo en la latitud de un mirador y no lo ves pero te consta que los loros pertenecen a la estirpe de lo imperecedero; este es un loro eterno, silbador de palabras, inaccesible arriba. Quizá la única alegría de la calle, pues en ella hay un aire de frase triste, de escaparate vacío, paradigma de ventana con ojos sin color, ojos muertos y muertos.

      Sigues el paso de las cartas que rozan la reja de rectángulos verticales con su bocaza negra de león.

      Ya no son ventanas a la altura de tu cara porque las ventanas están para abrirse o parpadear con las persianas o mirar fuera- dentro- fuera y, claro, la mañana, ahorrativa, no se detiene ni pregunta en ellas. Se desliza brevemente por los miradores altísimos que nadie ve y por la reja larga y preciosa de un balcón que dormita en su invisibilidad.

      -.-

      Continúas.

      Entras en la plaza de los universitarios al mediodía donde toda la luz se multiplica en miradas. Aquí son más ciertos los versos de Aleixandre. Aquí se ensancha la luz y es fácil oír el contraste  de las voces jóvenes junto al murmullo de las elevadas y tupidas celosías de las Gaitanas: esto sí que es mirar y no ser visto, la curiosidad oculta que nunca sorprenderás, el contraste asombroso por el cual vivir en esta ciudad no es lo mismo que vivir en cualquier otra.


           El mediodía ya tiene apetito, tanto que la mujer del trampantojo frente a Lorenzana simula que deja su postura melancólica y aparece y desaparece tras la ventanita mágica. ¿A quién espera? ¿Cuál es la razón  de su gesto  furtivo si quiere que la mires? Toda la arquitectura figurada de las fachadas próximas quiere ser mirada, especialmente la ventana pintada con los postigos de rejilla igual que si diera al mar. Por un momento te imaginas estar en la habitación de esa casa vacía y penetra la luz de un sorolla de verano entre listón y listón de la madera y cruza el polvo sin peso de la estancia y se queda para siempre buscando habitantes. Los balcones, guapos, restaurados muy cerca, también están intensamente vacíos. Sin embargo, no todo es irreal; hay un aire verdadero que te trae restos de olor a churros, aromas irresistibles de comidas según bajas la calle donde se acercan tanto las ventanas que los vecinos se intercambiarían el primer plato con el segundo. Ser observado dentro de la barbería puede  ser una cuestión sociológica y alcanzar la plaza de las Capuchinas puede ser una constante prueba de paciencia.

           Te gusta mucho esta plaza rara que es cuesta, calle y plaza a la vez; te gusta a pesar del balcón cubierto, cubierto, cubierto de escoria de paloma, resistiendo todavía con su barandilla de reja ondulada, tan elegante; a pesar de la casa al otro lado, quemada, con oscuros esqueletos de balcones como si hubiera habido una guerra sólo en ella. Las palomas entran y salen sin pudor. Alguien ha colocado una malla metálica, pero resulta inútil: a las palomas les gusta anidar, a veces, en los cuerpos de los muertos. No se espantan con un grito y siempre encontrarán semillas de fantasmas.

      -.-

           Vas bajando; la luz ha estado de sobremesa en claraboyas y tragaluces y se mira la hora de la tarde. Das dos pasos donde la calle se estrecha para una nueva prueba de paciencia y, enfrente de los cristales de serrín carpintero, un ventanal, o un jardín de metro y medio o el ejemplo de la preferencia de esta ciudad por los geranios y las cintas. También margaritas y algún clavel. Toda esta luz vegetal apretada contra la reja. El aire que pasa dentro es un aire verde de bosque y el desasosiego por la falta de luz está fuera de lugar. La ventana te explica cómo ha capturado el brillo valioso del día durante una hora, dos quizá.


           Bajas, bajas. La luz es una pelota de juego de la tarde que se ha soltado desde las Tendillas y va botando y botando y ya no parará hasta llegar al Puente. Nadie puede seguirla. Pasas los balcones de la Diputación; más abajo, ventanas en un oh permanente de abandono. También las hay alegres y cuidadas, se ve que alguien las mima. Y otras a ras de suelo señalando desniveles, un tesoro lóbrego de cuevas o el resplandor escondido de los patios. Sabes que quedan cerca los balcones felices de la Virgen de Gracia, más allá los miradores de Santo Tomé y luego la risión de esos ventanuquillos con visera en un muro  que apareció una mañana de repente. Y para la luz una cosa es clara: donde haya un muro, una pared que qué protege, -preguntas-, ella, la luz, se ausenta.

      -.-


      Continúas.

      Las ventanas del Instituto se tranquilizan pero antes te habrían saludado con esa insolencia inmortal de los adolescentes o te hubiera llegado una bola de papel con el mensaje de un amigo que escribe desde el ojo de buey de un barco pirata.


           Y al fin alcanzas, por el Puente, tu lado favorito de la ciudad. No está muy lejos el lugar desde el que comenzaste a seguir los talones de la luz. La ciudad, ahora, agradece tanto su visita que hay casi una risa pagana en los vanos de las campanas asomadas desde sus torres, y la luz agradece tanto cómo se la agasaja que le regala a la ciudad sus últimas telas doradas y rojas; la vidriera de San Juan de los Reyes parece un pulso rápido y todas, todas las ventanas que dan al río son las piedras de una enorme sortija. Se abren y se cierran y multiplican la luz igual que el reflejo en las facetas de un diamante. Están vivas la luz y la ciudad y la luz. Son de carne viva aún. No se mantienen como el decorado de un teatro en películas de época. Todavía la luz y la ciudad no son el escenario que se va apagando según se marcha el público después de la función. Aún no son la silueta monumental de cartón piedra, muda en la oscuridad de la sala, sin razón para sostenerse, sin sentido.
                                                          

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