viernes, 18 de enero de 2013

Uno para R







CONSEJO PARA RODRIGO


            Procura que el abuelo no te mande  a abrir la puerta de la cochera. Que no recuerde que estás en casa cuando silbe desde la plazuela. Si no eres tú, alguno deberá asomarse y gritar ¡voy!, coger la llave del taller y salir como esté a esa obligación tan cotidiana.

            El taller ya estará cerrado pero aún olerá a sudor, a los hierros, al azufre, al ácido. El mismo olor que trae el abuelo a las dos y que deja en el cerco de espuma negra cuando se lava el cuello, los brazos y las manos.

            Este lado de la casa que da al Cerro es el más antiguo. Se construyó en el solar donde estuvieron las caballerizas del palacio de los Hurtado de Mendoza. Con el paso del tiempo se añadieron las alturas de las distintas viviendas de la familia. La ventana de nuestra escalera comunica con el patio del taller donde se apilan las planchas de acero, y desde esa ventana la Lala podía llamar al abuelo para que viniera a poner orden, porque no aguantaba más, si nos estábamos peleando el tío Pedrito y yo, cosa que ocurría con frecuencia de pequeños.

            Al mediodía siempre hay jaleo en el taller. Cuando tenía tu edad entraba al venir del colegio y si no encontraba al abuelo en el torno preguntaba a Paco el Chico. Se lo ha llevado un perro en la boca . Después de tantos años contestándome lo mismo, era yo la que respondía adelantándome y riendo  ya lo sé, se lo ha llevado un perro en la boca. Riendo porque me parecía una idea imposible la de imaginar a un perro sujetando en sus mandíbulas el enorme cuerpo del abuelo. Si, por el contrario, él estaba delante del torno, concentrado, observando el cilindro de madera que sería la empuñadura, me quedaba a su lado en silencio, sin interrumpirle, y miraba cómo manejaba ambas manos con destreza: la izquierda, en la manivela que acercaba la madera al filo que desbastaba, y la derecha, en la otra, para mover con precisión la herramienta, ese buril específico que iba torneando la pieza que luego se recubriría con el torzal de alambre trenzado. Tan absorto estaba en su trabajo que no se percataba de mi presencia ni de las ocurrencias de Paco el Chico, ni de las conversaciones de los trabajadores; Paco, dando los últimos pulidos a las cazoletas en la pequeña rueda de esmeril y ellos, ensamblando hoja por hoja a su arriaz y al resto de las piezas que formaban la guarnición de las espadas.

            ¿Por qué te digo que te escabullas para no ir a abrir la cochera?...Puede ser peor incluso. Si el abuelo descubre que la luz de "los grabadores" se ha quedado encendida, hay que apagarla también. Y antes tienes que pasar por "la exposición" donde el armado parece que te vigila detrás de su celada. No te acerques a lo sables japoneses, a los floretes, las zenetas, las preciosas dagas jambiyas del ladrón de Bagdad, las nimchas marroquíes, las bayonetas, gumías, alabardas...hay tanto que podría caerse.

            De día, "los grabadores" es la habitación más luminosa. Allí no se habla mucho; apenas se oye otra cosa que los golpecitos rítmicos al ir grabando la marca de la espadería en el recazo de las hojas o al embutir el hilo dorado del damasquinado que llevan algunas armas. Que la luz estuviera encendida cuando hacía horas que se marcharon los trabajadores era algo bastante corriente.

            ¿Por qué te explico esto? Ya conoces los trabajos del taller. Recuerdo una leyenda china que cuenta cómo Mo-ye, la mujer de Kan-tsiang el artesano, se arrojó al horno para que éste consiguiera forjar dos espadas sagradas... Si no hay más remedio tienes que bajar a la cochera, nunca pases por  "los forjadores". Pedrito y yo procurábamos no acercarnos porque ahí empezó todo.

            Hasta las ventanas de la forja que dan a la calle están negras. Aún con el taller cerrado y el fuego apagado, el calor en ese lugar sigue siendo sofocante. Y nunca desaparece un cierto olor a carne quemada. Una vez se nos ocurrió ir por "los forjadores" en vez de pasar por la zona donde se colocan las cubetas vacías del ácido. Podía más nuestra curiosidad. Inmóviles las ruedas afiladoras, el yunque, las tenazas enormes, los martillos. No tocábamos nada, y pisar alguna rebaba que hubiera quedado sin barrer producía un crujido horroroso en el silencio. Cuando ya salíamos al patio, satisfechos de nuestra valentía, te aseguro que vimos moverse el macho que estaba sobre el yunque. Corrimos chillando y bajamos la escalera a trompicones. Por fin, abrimos la cochera y el abuelo se sonrió al ver nuestras caras de espanto. ¡Qué! ¿Ya está la mano de Julián haciendo de las suyas? Y por aquella vez, y sin servir de precedente, fue él quien, después de guardar el coche, desanduvo el camino apagando las luces que nosotros habíamos encendido y retrocediendo para apagarlas de nuevo.

            Yo no llegué a conocer a Julián. Paco el Chico me contaba que siempre escribía un poema para el cumpleaños del abuelo. Esa tarde no se trabajaba. Se limpiaba el patio y se colocaban tablones en borriquetes y, encima, mantelitos de papel. La Lala traía mediasnoches de queso y chorizo, cerveza y aceitunas. Entonces, cuando ya estaban  sentados, Julián leía el poema y el abuelo se emocionaba y contagiaba a los demás y terminaban todos llorando.

            El poeta, como lo llamaban a veces, trabajaba en "los forjadores". Se quejaba a menudo porque, según decía, el resplandor del fuego y del rojo vivo del acero le estaba dejando ciego y después, cuando salía a la calle, la luz del sol le hacía daño. El abuelo le aconsejaba que trabajase en las mesas de ensamblaje o en "los grabadores", pero él no quería trasladarse porque afirmaba que ese mismo rojo era su energía para poder escribir poesía.

            Una mañana de invierno sucedió el accidente.

            Julián se encargaba de mover las hojas en el fuego, sacarlas una a una con las tenazas  y colocarlas en el yunque. Salía la primera, blanda, soltando chispas, y Felipe, el oficial experto con el macho, cogía la herramienta que sujetaba el metal y comenzaba a martillearlo desde la punta para después hacer el estirado que soldaría el acero al alma de hierro dulce. Y más tarde, el temple y, luego, el revenido, importantísimo, afirmaba él.

            Esa mañana, de pronto, Julián el poeta metió una mano entre las brasas y cogió una hoja. Nadie sabe por qué lo hizo, acostumbrado como estaba a no separarse nunca de las tenazas. Cuando despertó en la cama de la Residencia, contestaba a las angustiosas preguntas de todos que quería saber qué se sentía al tocar la Poesía.

            Se quedó en el taller aunque le dieron un buen dinero por lo del Seguro. Hacía recados, ayudaba al abuelo en el torno dando a una de las manivelas con la mano buena pero, sobre todo, pasaba las horas muertas en la forja, mirando el fuego y el golpear del mazo en el acero centelleante. Se reía a carcajadas si le preguntaba a Felipe: ¿te echo (y aquí se callaba un momento, según Paco)...una mano? Felipe le gritaba como respuesta que si era tonto, que si además de manco quería quedarse ciego. Hasta que me queme los ojos con la Poesía... El abuelo le preguntaba por qué no se iba al mar, que los mejores poetas vivían cerca del mar y él replicaba que si su mano se había quedado en el taller, él también se quedaría.

            Siguió leyendo poemas en los cumpleaños hasta que murió, joven aún, de una enfermedad de los ojos, diagnosticada demasiado tarde. Por lo visto, ya la padecía desde pequeño y nada tenía que ver con mirar el rojo vivo.

            Él se marchó pero su mano se quedó.

            ¿Quién crees que enciende las luces de "los grabadores" por la noche, o de las escaleras, o de la misma cochera? Los del taller ya se han acostumbrado. También de día la mano de Julián el poeta puede dar la luz de "el ácido", o del almacén...¡Ya estás, poeta!, exclaman, y continúan trabajando. Incluso el abuelo, aunque no te lo diga, ha visto  a la mano mover la manivela del torno y Felipe se harta de llegar cada mañana a la forja y encontrarse el macho o las tenazas en otro lugar distinto de donde él los había colocado la tarde antes.

            Procura no estar cerca cuando llegue el abuelo a la cochera. Deberás entrar al taller, ir encendiendo las luces mientras lo cruzas, abrir las puertas, esperar a que el coche quede aparcado y después hacer lo mismo a la inversa. Lo malo es que tal vez te encuentres el patio en tinieblas a la vuelta, o cuando piensas que todo queda cerrado y vas a salir a la calle, tienes que retroceder a apagar la luz de "la exposición", por ejemplo, o de la oficina, o de los servicios, cualquiera sabe. Pregunta, si no, al tío Pedrito o a Paco el Chico cuando vuelvas del colegio.


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