CONSEJO
PARA RODRIGO
Procura que el abuelo
no te mande a abrir la puerta de la
cochera. Que no recuerde que estás en casa cuando silbe desde la plazuela. Si
no eres tú, alguno deberá asomarse y gritar ¡voy!,
coger la llave del taller y salir como esté a esa obligación tan cotidiana.
El taller ya estará
cerrado pero aún olerá a sudor, a los hierros, al azufre, al ácido. El mismo
olor que trae el abuelo a las dos y que deja en el cerco de espuma negra cuando
se lava el cuello, los brazos y las manos.
Este lado de la casa
que da al Cerro es el más antiguo. Se construyó en el solar donde estuvieron
las caballerizas del palacio de los Hurtado de Mendoza. Con el paso del tiempo
se añadieron las alturas de las distintas viviendas de la familia. La ventana de
nuestra escalera comunica con el patio del taller donde se apilan las planchas
de acero, y desde esa ventana la
Lala podía llamar al abuelo para que viniera a poner orden,
porque no aguantaba más, si nos estábamos peleando el tío Pedrito y yo, cosa
que ocurría con frecuencia de pequeños.
Al mediodía siempre
hay jaleo en el taller. Cuando tenía tu edad entraba al venir del colegio y si
no encontraba al abuelo en el torno preguntaba a Paco el Chico. Se lo ha llevado un perro en la boca .
Después de tantos años contestándome lo mismo, era yo la que respondía
adelantándome y riendo ya lo sé, se lo ha llevado un perro en la boca.
Riendo porque me parecía una idea imposible la de imaginar a un perro sujetando
en sus mandíbulas el enorme cuerpo del abuelo. Si, por el contrario, él estaba
delante del torno, concentrado, observando el cilindro de madera que sería la
empuñadura, me quedaba a su lado en silencio, sin interrumpirle, y miraba cómo
manejaba ambas manos con destreza: la izquierda, en la manivela que acercaba la
madera al filo que desbastaba, y la derecha, en la otra, para mover con
precisión la herramienta, ese buril específico que iba torneando la pieza que
luego se recubriría con el torzal de alambre trenzado. Tan absorto estaba en su
trabajo que no se percataba de mi presencia ni de las ocurrencias de Paco el
Chico, ni de las conversaciones de los trabajadores; Paco, dando los últimos
pulidos a las cazoletas en la pequeña rueda de esmeril y ellos, ensamblando
hoja por hoja a su arriaz y al resto de las piezas que formaban la guarnición
de las espadas.
¿Por qué te digo que
te escabullas para no ir a abrir la cochera?...Puede ser peor incluso. Si el
abuelo descubre que la luz de "los grabadores" se ha quedado
encendida, hay que apagarla también. Y antes tienes que pasar por "la
exposición" donde el armado parece que te vigila detrás de su celada. No
te acerques a lo sables japoneses, a los floretes, las zenetas, las preciosas
dagas jambiyas del ladrón de Bagdad, las nimchas marroquíes, las bayonetas, gumías,
alabardas...hay tanto que podría caerse.
De día, "los
grabadores" es la habitación más luminosa. Allí no se habla mucho; apenas
se oye otra cosa que los golpecitos rítmicos al ir grabando la marca de la
espadería en el recazo de las hojas o al embutir el hilo dorado del
damasquinado que llevan algunas armas. Que la luz estuviera encendida cuando
hacía horas que se marcharon los trabajadores era algo bastante corriente.
¿Por qué te explico
esto? Ya conoces los trabajos del taller. Recuerdo una leyenda china que cuenta
cómo Mo-ye, la mujer de Kan-tsiang el artesano, se arrojó al horno para que
éste consiguiera forjar dos espadas sagradas... Si no hay más remedio tienes
que bajar a la cochera, nunca pases por "los
forjadores". Pedrito y yo procurábamos no acercarnos porque ahí empezó
todo.
Hasta las ventanas de
la forja que dan a la calle están negras. Aún con el taller cerrado y el fuego
apagado, el calor en ese lugar sigue siendo sofocante. Y nunca desaparece un
cierto olor a carne quemada. Una vez se nos ocurrió ir por "los
forjadores" en vez de pasar por la zona donde se colocan las cubetas
vacías del ácido. Podía más nuestra curiosidad. Inmóviles las ruedas
afiladoras, el yunque, las tenazas enormes, los martillos. No tocábamos nada, y
pisar alguna rebaba que hubiera quedado sin barrer producía un crujido
horroroso en el silencio. Cuando ya salíamos al patio, satisfechos de nuestra
valentía, te aseguro que vimos moverse el macho que estaba sobre el yunque.
Corrimos chillando y bajamos la escalera a trompicones. Por fin, abrimos la
cochera y el abuelo se sonrió al ver nuestras caras de espanto. ¡Qué! ¿Ya está la mano de Julián haciendo de
las suyas? Y por aquella vez, y sin servir de precedente, fue él quien,
después de guardar el coche, desanduvo el camino apagando las luces que
nosotros habíamos encendido y retrocediendo para apagarlas de nuevo.
Yo no llegué a
conocer a Julián. Paco el Chico me contaba que siempre escribía un poema para
el cumpleaños del abuelo. Esa tarde no se trabajaba. Se limpiaba el patio y se
colocaban tablones en borriquetes y, encima, mantelitos de papel. La Lala traía mediasnoches de
queso y chorizo, cerveza y aceitunas. Entonces, cuando ya estaban sentados, Julián leía el poema y el abuelo se
emocionaba y contagiaba a los demás y terminaban todos llorando.
El poeta, como lo
llamaban a veces, trabajaba en "los forjadores". Se quejaba a menudo
porque, según decía, el resplandor del fuego y del rojo vivo del acero le
estaba dejando ciego y después, cuando salía a la calle, la luz del sol le
hacía daño. El abuelo le aconsejaba que trabajase en las mesas de ensamblaje o
en "los grabadores", pero él no quería trasladarse porque afirmaba
que ese mismo rojo era su energía para poder escribir poesía.
Una mañana de
invierno sucedió el accidente.
Julián se encargaba
de mover las hojas en el fuego, sacarlas una a una con las tenazas y colocarlas en el yunque. Salía la primera,
blanda, soltando chispas, y Felipe, el oficial experto con el macho, cogía la
herramienta que sujetaba el metal y comenzaba a martillearlo desde la punta
para después hacer el estirado que soldaría el acero al alma de hierro dulce. Y
más tarde, el temple y, luego, el revenido, importantísimo,
afirmaba él.
Esa mañana, de
pronto, Julián el poeta metió una mano entre las brasas y cogió una hoja. Nadie
sabe por qué lo hizo, acostumbrado como estaba a no separarse nunca de las
tenazas. Cuando despertó en la cama de la Residencia, contestaba a las angustiosas
preguntas de todos que quería saber qué se sentía al tocar la Poesía.
Se quedó en el taller
aunque le dieron un buen dinero por lo del Seguro. Hacía recados, ayudaba al
abuelo en el torno dando a una de las manivelas con la mano buena pero, sobre
todo, pasaba las horas muertas en la forja, mirando el fuego y el golpear del
mazo en el acero centelleante. Se reía a carcajadas si le preguntaba a Felipe: ¿te echo (y aquí se callaba un momento,
según Paco)...una mano? Felipe le
gritaba como respuesta que si era tonto, que si además de manco quería quedarse
ciego. Hasta que me queme los ojos con la Poesía...
El abuelo le
preguntaba por qué no se iba al mar, que los mejores poetas vivían cerca del
mar y él replicaba que si su mano se había quedado en el taller, él también se
quedaría.
Siguió leyendo poemas
en los cumpleaños hasta que murió, joven aún, de una enfermedad de los ojos,
diagnosticada demasiado tarde. Por lo visto, ya la padecía desde pequeño y nada
tenía que ver con mirar el rojo vivo.
Él se marchó pero su
mano se quedó.
¿Quién crees que
enciende las luces de "los grabadores" por la noche, o de las
escaleras, o de la misma cochera? Los del taller ya se han acostumbrado.
También de día la mano de Julián el poeta puede dar la luz de "el
ácido", o del almacén...¡Ya estás,
poeta!, exclaman, y continúan trabajando. Incluso el abuelo, aunque no te
lo diga, ha visto a la mano mover la
manivela del torno y Felipe se harta de llegar cada mañana a la forja y
encontrarse el macho o las tenazas en otro lugar distinto de donde él los había
colocado la tarde antes.
Procura no estar
cerca cuando llegue el abuelo a la cochera. Deberás entrar al taller, ir
encendiendo las luces mientras lo cruzas, abrir las puertas, esperar a que el
coche quede aparcado y después hacer lo mismo a la inversa. Lo malo es que tal
vez te encuentres el patio en tinieblas a la vuelta, o cuando piensas que todo
queda cerrado y vas a salir a la calle, tienes que retroceder a apagar la luz
de "la exposición", por ejemplo, o de la oficina, o de los servicios,
cualquiera sabe. Pregunta, si no, al tío Pedrito o a Paco el Chico cuando
vuelvas del colegio.