Mar
Bajo del árbol de las nubes
que cuidaban
la serpiente y el tigre
hacia la orilla de la lluvia,
a la frontera del espacio
que me dejó marchar
donde el pinar más hermoso
me acariciaba y me fingía.
Tuve en mis pestañas el polvo
que dos cuerpos levantan cuando
se laceran en una danza,
y después del fragor creció
la pena en el pinar o nieve.
Regreso,
oh dios sin días ni amenaza,
ni lindero en tu abrazo,
ni torso al que arañar ni arista
en tu medida, ni futuro.
Regreso y entro y entro en ti.
Ya no bebo más sal de llanto
aunque a mi frente y a mis venas
viene la sal de tu saliva
o es silencio.
¡Cómo
me hundo
sin aliento
y los ojos
abiertos!
¿A quién contaré que el descanso
es una forma de adorar
el agua mis pulmones?
¿Quién me oye hundirme y sonreírme,
burbujear y desnudarme
y prescindir del corazón,
matarlo?
Las posidonias de tu pelo,
dios,
me cosquillean los tobillos
y no recuerdo la dureza,
y estoy muerta para el cansado
cachemir de las despedidas,
y no recuerdo una canción
que inquiete
a las ascidias transparentes.
En cada dedo tengo un pez
rayado, una medusa;
un cinturón de anguila joven
me sujeta al coral
con anguilitas de agua dulce.
Pero no tengo frío
ni dolor,
ni deseo
emerger.
Brilla un quintante señalando
el norte
a los ahogados.
Un ángel de rorcual resopla,
trae un mensaje azul
a las anémonas.
¿Quién me escucha mudarme en alga
de este jardín,
silente en el secreto intacto
de una luz que tamiza el filo
de la tristeza y lo disuelve?
¿A quién diré que soy amada
por el dios del comienzo,
por el dios de la muerte, oh dios,
al que me entrego en tanta vida?
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