Desierto
Ha sido la noche del silencio que me revela
una oscuridad preferida por el dios del ansia.
Y mi susurro a tientas, con el único refugio
de las estrellas como certeza de un territorio
enmascarado,
no es una señal
que alguien escribiera en la arena para mis anillos
seducidos.
Estuve escuchando los gemidos de otro hemisferio;
alguien penetraba la carne desde la delicia,
alguien penetraba la carne para poseerla
con la muerte…
Estuve escuchando a la noche que asistía
entre tu mano muy cerca de mi mano y mi mano
reconociendo
los dientecillos
de la arena.
Viene el alba sin ningún parloteo que nos mezcle
con la prisa, con el erigir baluartes contra
la calcinada fastuosidad del vano divino.
Viene la luz con el envés del silencio nocturno
en otro silencio que aboveda toda la ausencia,
todo el perderse en sed, en venerar lo que consuma.
Y nos entregamos al recorrido de las brasas,
nos entregamos a un vergel mimado por miradas
gigantes, ensimismadas en su concebir mientras
contemplan.
Hay una costumbre de escorpiones y de ciudades
que reverberan
sin cimientos.
Desfallecemos.
Caemos.
Así nos quiere el dios de pies descalzos sobre lava.
Así nos quiere lamer, nutrirse, resucitarse
con nuestras costillas en su lengua, nuestra pequeña
taza del amor que él bebe, que él lleva hacia su amor.
Caemos al silencio, nos extinguimos y somos
una duna
de nada,
una barca viejísima volcada en el silencio.