Cuando quieres hacer un solitario
laberinto,
cuando tus ojos verdes se distraen
vigilando por ti las hojas secas,
cuando el felino joven que tú fuiste
cede su rastro al lustroso pelaje
de noviembre,
cuando la tierra duerme amoratada
y los venados lanzan sus berridos
y los cachorros cuentan sus conquistas
para cruzan soñando
el Año Nuevo,
parece que estás fuera,
salvaje e invisible.
Sin embargo,
de tu carne tranquila mana lenta
una extraña fragancia;
de tu distante negligencia surge
y atrae a rubias bestias
bien intencionadas
que alegres curiosean
tu laberinto,
que van pisando tramas de hojas secas
y pretenden saber
qué músculos desgarras, qué seguros
colmillos.
Déjales conocer tu resistencia,
que ignoren la ternura de tus uñas
y aroma su llegada mansamente:
debe ser oportuna
la señal que te indica cada presa,
esa ocasión certera del zarpazo.
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