domingo, 16 de febrero de 2014

XXXIX De libros (Si ella nos mira)








      EL OUSE


      Virginia Woolf se sentó en mi sillón ese día

      Fuera de la casa, en los aserraderos de la hierba, las cigarras caídas se buscaban para amarse aunque toda la ciudad fuese un horno donde un dios vengativo cuece deseos de haber sido un hombre.

      Fuera de la casa brillaban los patios con abanicos detenidos entre las uvas verdes, radiantes de veneno. Luego cambian al jade de las lenguas que aseguran no olvidarme jamás.

      Algo sencillo y sombra era un silencio de siesta bajo el pie  del mediodía; es un silencio el trigo de mi mesa, montoncitos de tiempo granulado que agrupo sin anillos con un dedo de tinta.

      Tengo una carta lista para el vuelo de la muerte, una palabra blanca aprovechando el instante de estar sentada, fina, ligera cuando el peso sofocante se abate hacia los cuerpos consentidos.

      Seguro que no duermo; en el silencio se ha vertido el matraz de una hechicera.

      No hay viento de sudor y no hay campanas, ni avisos  que aconsejen desoír este silencio mágico poblando mi casa  o mi cabeza con su ruido.

      Alguien con g que inicia un paseo que lleva a las marismas,  un trayecto del río que reúne la gravedad de piedras de suicidio en los bolsillos y habla con Ofelia porque marzo termina con las vidas cansadas; una figura de humo que se viste con flores de raíz, hija del limo mirando, pensativa, un lado oculto, robada del momento en que recibe, sentada en mi sillón, a sus fantasmas.

      Veo transparentarse su sombrero, su invisible perfil tomar la forma de una dama delgada que adivina su imposible visita  en mi verano.

      Supe que no fue herida por el agua.

      Le dio la luz, la vi mirar distante decidiendo si caminaba a Rodmell a las cinco o si tomaba el té conmigo, ahora.

      Tocó mi corazón con su postura.

      Aceleró mi pulso, trajo el tiempo. Después se disolvió dejando un hilo de olor a mujer pez de una isla griega.

      Después sopló la tarde en mi cosecha de trigo.

      En los aserraderos de la hierba los niños sin restar desordenaron el silencio, la tinta, el bebedizo.

      El horno apaciguaba su cochura y un borde de abanicos sesgó el aire.




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