EL OUSE
Virginia Woolf se
sentó en mi sillón ese día
Fuera de la casa, en los aserraderos de la
hierba, las cigarras caídas se buscaban para amarse aunque toda la ciudad fuese
un horno donde un dios vengativo cuece deseos de haber sido un hombre.
Fuera de la casa brillaban los patios con
abanicos detenidos entre las uvas verdes, radiantes de veneno. Luego cambian al
jade de las lenguas que aseguran no olvidarme jamás.
Algo sencillo y sombra era un silencio de
siesta bajo el pie del mediodía; es un
silencio el trigo de mi mesa, montoncitos de tiempo granulado que agrupo sin
anillos con un dedo de tinta.
Tengo una carta lista para el vuelo de la
muerte, una palabra blanca aprovechando el instante de estar sentada, fina,
ligera cuando el peso sofocante se abate hacia los cuerpos consentidos.
Seguro que no duermo; en el silencio se ha
vertido el matraz de una hechicera.
No hay viento de sudor y no hay campanas, ni
avisos que aconsejen desoír este
silencio mágico poblando mi casa o mi
cabeza con su ruido.
Alguien con g que inicia un paseo que lleva a las marismas, un trayecto del río que reúne la gravedad de
piedras de suicidio en los bolsillos y habla con Ofelia porque marzo termina
con las vidas cansadas; una figura de humo que se viste con flores de raíz,
hija del limo mirando, pensativa, un lado oculto, robada del momento en que
recibe, sentada en mi sillón, a sus fantasmas.
Veo transparentarse su sombrero, su invisible
perfil tomar la forma de una dama delgada que adivina su imposible visita en mi verano.
Supe que no fue herida por el agua.
Le dio la luz, la vi mirar distante
decidiendo si caminaba a Rodmell a las cinco o si tomaba el té conmigo, ahora.
Tocó mi corazón con su postura.
Aceleró mi pulso, trajo el tiempo. Después se
disolvió dejando un hilo de olor a mujer pez de una isla griega.
Después sopló la tarde en mi cosecha de
trigo.
En los aserraderos de la hierba los niños sin
restar desordenaron el silencio, la tinta, el bebedizo.
El horno apaciguaba su cochura y un borde de
abanicos sesgó el aire.
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