Tajt-i-Sulayman
Levanto con la punta del zapato vidriados azulejos de
tristeza
no para sonreír en la renuncia
de las santas,
desde la soltería
de las mariposas o desde el pozo
que recoge
monedas.
He tendido un cuerpo disciplinado en la torre del ritual del
silencio,
ese cuerpo
que cruzaba sus brazos sobre el pecho y se balanceaba con el
tambor
de la privación,
de la biografía que conocen los buitres al desgarrar los
costillares
del recuerdo.
Qué grito he dado cuando reconozco que mi altura es la
altitud de la lengua
del fuego,
que cuando muevo mi tobillo alzando tantos adornos tristes y
bonitos
como vidrios
aflora el agua y se desborda un lago donde sólo mirarse es
encontrar
un cuerpo que te besa, un nuevo cuerpo
mío
que te besa...
cuando el fuego estimula algo sagrado
que estaba adormecido,
cuando el agua no suaviza tu boca, no se opone a la llama
que te invita
a la muerte
apasionada.
Qué grito en filo, mineral, qué golpe que recorre las torres
del silencio
triturando
los cráneos de la culpa, el podrido tuétano, la pestilencia
untuosa
de la culpa.
Qué grito al verme erguida, llameante
en el agua.
Hay un bosque sin tregua en este lago, una hoguera fragante
que pronuncia.
Y te alcanza.