domingo, 11 de agosto de 2013

XV De Libros (ALICE)





      La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el  fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas. 
       -¿Alguien de quien estuviste enamorada? -preguntó irónicamente. 
       -Un muchacho que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey. 



      Poemas para un muchacho llamado Furey




      Apreso en mis mandíbulas 
      los últimos jaguares. 
      Yo no sé 
      hablar con suavidad a los jacintos 
      o mirar con prudencia un terremoto. 

      Bailo bajo los muslos de la tierra, 
      bailo con los geriatras y los niños, 
      bailo con bordadoras que no tienen 
      hambre porque limaron 
      sus uñas en tejidos de renuncia. 

      Te buscaré, muchacho, 
      haré de ti una joya en los salones 
      de París; 
      yo seré Marlon Brando 
      y tú, un alumno 
      precisamente experto con los dedos. 

      Bailo en las averías de los coches 
      cuando la noche ruge de ginebra 
      y quedarse parado 
      es una invitación a los felinos. 

      Me alimentan los últimos jaguares 
      y parece mentira 
      que en la ciudad de obispos y de muertos 
      pueda encontrar la selva y su extravío. 

      Te buscaré, muchacho, 
      y bailaré en tus brazos abatida. 
      Me dejaré ganar por tu apetito 
      y haré que me desangro en tu inconstancia. 


      II

      Eres quien me separa del pasado, 
      de los días del Sur. 
      Eres quien me separa 
      de aquel aprendizaje de Unamuno, 
      del primer precipicio 
      para encontrarle un rostro a lo imposible. 
      Eres el desconcierto que me abruma 
      cada mañana, viva, sorteando 
      las trampas de un idioma hecho consuelo 
      cuando muy pocos saben resistirse 
      a la pereza. 

      Y tú, 
      viniendo del pasado me aligeras 
      del dudoso valor de los recuerdos; 
      viniendo del pasado 
      intranquilizas el oficio ingrato 
      de haber llegado aquí. 

      Alguna vez contemplaste mis gestos 
      y yo no adiviné 
      que me estabas mirando en el futuro, 
      y ahora 
      no acierto a recordar lo que me espera. 

      Por una vez, muchacho, 
      amo el olvido más que a un hombre sabio 
      e importante. 


      III

      (Con Luis Cernuda) 

      Los hermosos muchachos mueren pronto... 
      Si vivieran más tiempo que nosotros, 
      ¿qué harían, derrotados 
      por su propia belleza? 
      ¿Qué túmulo mediocre erigiríamos 
      para salvar los restos 
      de sus labios de sal? 

      Deben morirse pronto esos muchachos; 
      que no resistan ni una noche más, 
      tan parecidos 
      a la flor del cactus, tan parecidos 
      a la exquisita forma 
      que ofrecen las auroras boreales 
      en las noches intactas, 
      malignas de septiembre. 

      Muchachos como Mozart, 
      como petunias blancas o troyanos 
      que no conocen la mitad de un siglo 
      ni las líneas 
      de fuga 
      cuando la perspectiva 
      estiliza decepciones ocultas. 

      Deben morirse pronto 
      en nuestros brazos, besando su pelo, 
      mirándonos azules, 
      con la intensa sonrisa 
      de aquellos que nacieron brevemente 
      perfectos. 

      Deben morir, apenas un instante 
      nos hiere su belleza... Ah, ¿qué harían 
      con nuestro corazón desasistido 
      si crecieran y fueran 
      nuestros amos? 

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