La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.
-¿Alguien de quien estuviste enamorada? -preguntó irónicamente.
-Un muchacho que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey.
Poemas para un muchacho llamado Furey
I
Apreso en mis mandíbulas
los últimos jaguares.
Yo no sé
hablar con suavidad a los jacintos
o mirar con prudencia un terremoto.
Bailo bajo los muslos de la tierra,
bailo con los geriatras y los niños,
bailo con bordadoras que no tienen
hambre porque limaron
sus uñas en tejidos de renuncia.
Te buscaré, muchacho,
haré de ti una joya en los salones
de París;
yo seré Marlon Brando
y tú, un alumno
precisamente experto con los dedos.
Bailo en las averías de los coches
cuando la noche ruge de ginebra
y quedarse parado
es una invitación a los felinos.
Me alimentan los últimos jaguares
y parece mentira
que en la ciudad de obispos y de muertos
pueda encontrar la selva y su extravío.
Te buscaré, muchacho,
y bailaré en tus brazos abatida.
Me dejaré ganar por tu apetito
y haré que me desangro en tu inconstancia.
II
Eres quien me separa del pasado,
de los días del Sur.
Eres quien me separa
de aquel aprendizaje de Unamuno,
del primer precipicio
para encontrarle un rostro a lo imposible.
Eres el desconcierto que me abruma
cada mañana, viva, sorteando
las trampas de un idioma hecho consuelo
cuando muy pocos saben resistirse
a la pereza.
Y tú,
viniendo del pasado me aligeras
del dudoso valor de los recuerdos;
viniendo del pasado
intranquilizas el oficio ingrato
de haber llegado aquí.
Alguna vez contemplaste mis gestos
y yo no adiviné
que me estabas mirando en el futuro,
y ahora
no acierto a recordar lo que me espera.
Por una vez, muchacho,
amo el olvido más que a un hombre sabio
e importante.
III
(Con Luis Cernuda)
Los hermosos muchachos mueren pronto...
Si vivieran más tiempo que nosotros,
¿qué harían, derrotados
por su propia belleza?
¿Qué túmulo mediocre erigiríamos
para salvar los restos
de sus labios de sal?
Deben morirse pronto esos muchachos;
que no resistan ni una noche más,
tan parecidos
a la flor del cactus, tan parecidos
a la exquisita forma
que ofrecen las auroras boreales
en las noches intactas,
malignas de septiembre.
Muchachos como Mozart,
como petunias blancas o troyanos
que no conocen la mitad de un siglo
ni las líneas
de fuga
cuando la perspectiva
estiliza decepciones ocultas.
Deben morirse pronto
en nuestros brazos, besando su pelo,
mirándonos azules,
con la intensa sonrisa
de aquellos que nacieron brevemente
perfectos.
Deben morir, apenas un instante
nos hiere su belleza... Ah, ¿qué harían
con nuestro corazón desasistido
si crecieran y fueran
nuestros amos?
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