miércoles, 17 de abril de 2019

A propósito de LA MIRADA ESCRITA



Federico Gallego Ripoll
Un texto maravilloso escrito por Federico Gallego Ripoll:



ESA HUELLA


Para atarse a la hierba hay que tener muy diáfano el propósito, seguro el gesto y algo frías las manos. No basta la intención, ni un corazón que sepa reptar sobre los cuerpos buscando en las vaguadas (de la carne) su propio precipicio. Nada más frágil ni más eterno que esa dulce respuesta de la tierra hacia un orbe que aguarda. Se establece el lugar de la impotencia cuando pesan más las vetas de un cielo ardiendo que el impulso de altura de una mirada (nuestra) que se sabe pequeña ante el milagro de ese jaspe volátil que en sí contiene al mundo (la imagen que del mundo nos hicimos). Lo que arde (dentro de los ojos encinta) es la mirada que espera ser parida. La razón anticipa su idea del prodigio, pero en vano. Donde abundó el deseo de plenitud humana sobreabundó la terca realidad de la Belleza. No hay palabra en que quepa el Universo. Sólo callando puede el poeta contener la verdad de un mundo donde el pasado en llamas autoriza el futuro. Y en ese instante donde la yuxtaposición de tiempos y distancias determina el vórtice de todas las tormentas, se ubica el lápiz de María Antonia Ricas, siendo sin ser, esperando sin saber qué esperar, desleída como una lágrima en el lago, firme como la punta de la daga en el pecho cobarde. Volátil, densa, desposeída, déspota, sometida, indemne, deshabitada, Mariantonia huidiza, expectante, avispada, insumisa, soliviantada, terca, febril, intuitiva, clarividente, humilde, Mariantonia trémula, aérea: como el temblor del agua casi a punto de hervir.

La Belleza no precisa de ningún argumento, nada puede intentar explicar su razón, a nadie ha de otorgar pleitesía, y nadie ha de intentar ante ella cosa distinta a la mera gratitud a que sea posible si hay un punto de encuentro: que seamos capaces (merecedores) de esa interpelación suya que nos vuelve vasallos, dichosos ante el prodigio. No ha de ser comprendida en su esencia o su propósito, aunque sí pueda serlo el lenguaje en que accede a darse. El mundo, en su conjunto, es un vehículo para su manifestación, y nosotros, seres inteligentes en la medida en que somos capaces de recibir el don que nos transforma, somos el destino de esa percepción de la armonía que nos explica, no lo que ella es, sino lo que es y somos todo y todos lo demás.
La Belleza utiliza lo absoluto de cualquier lenguaje, nada le es ajeno ni imposible, allí donde haya un ser capaz de percibirla, existirá un idioma en que sepa vibrar en íntima afinidad con lo más gratuito del Hombre en su vigilia: lo que le hace hombre y mujer conscientes de la muerte y, por tanto, de lo valioso de cada instante de vida exenta de toda servidumbre. La Belleza se da en la plenitud de nuestra plena indefensión, pues nunca pide nada, sólo otorga (nos otorga) el don de hacernos plenos en lo efímero a través de su plena gratuidad intransferible.
Quienes participamos de alguna condición que nos acerque a lo inefable de su esencia, estamos condenados a no elegir, y sumisos sometemos las manos a su roce y la frente a su aliento, pero no siempre el vaso es transparente, ni es firme el pulso que ha de tensar el arco. Se diría que nuestra fragilidad es un desfiladero que elige con frecuencia, y por eso temblamos como el pabilo débil prendido a la intemperie. Porque ella llega, o no, y nosotros hemos de saber que esa mera posibilidad es el regalo.
A veces se concede en un poema, y entonces la palabra se disuelve con lentitud de brisa en un vaso de agua, o en una imagen que viene a sobrecoger algo que recordamos en territorio propio ajeno a la memoria. Si es en música podemos presenciar la génesis del mundo o aventar la ceniza del peor cataclismo. Y si es en forma, en aroma o paisaje, podemos percibir que hay leyes que armonizan todos elementos, una medida exacta en que confluyen.
A veces, también, hemos de apelar a la Belleza en defensa propia, cuando lo injusto, lo soez, lo vulgar, lo insultante, lo regresivo de cuanto nos rodea, hieren ese borde de copa por donde se derrama nuestra capacidad de hacernos mundo con el mundo. Entonces, solemos alzar la mirada a lo distante, sin darnos cuenta de que cerca de nuestro pie, al alcance de nuestra mano, la Belleza se nos ofrece desde los sonidos sosegados, los diáfanos paisajes y las pequeñas palabras. Aquí, rozando nuestros labios, soplando nuestra nuca, la Belleza se abre como una fruta inmediata y sorprendente; como un verso, un trazo, un claroscuro, un sustantivo, una pupila: un licor recordado, una textura armónica o una mirada escrita.
María Antonia Ricas y Ricardo Martín García  saben convertir la palabra en aroma y la imagen en música. En la idea matriz de sus libros habita la Belleza, que ahora se despliega y se reparte desde su concreción, como en un reducto donde la inteligencia y la sensibilidad se empeñan en recordarnos que hay Vida más allá de lo terrible de un mundo de apresurados vuelorrasos y largas (ancestrales) injusticias.
Adentrarse en sus obras es descalzar el alma, regresar a un estado de pureza intangible donde lo único que permanece inalterable, más allá de la cómplice sorpresa, es la lejana voz antigua de nuestra madre, cuando era joven y nosotros niños capaces de mirar a la vida sin parpadear. Hay una inocente forma de sumergir el pensamiento en lo que sobrepasa a cada palabra y cada imagen en las obras conjuntas de María Antonia y Ricardo, algo que trasciende a la poesía y a la imagen, como si fuéramos arrastrados a través del conocimiento al otro lado de la intención con que depositaron cada instante de silencio en esta obra sencilla y compleja, amplia sobre todo, extendida sobre todo, perdurable sobre todo. Abrir el libro al azar sobre el atril, es contemplar la propia alma desde la estratosfera, dejarnos inundar por el limo nutricio de una luz de imposible existencia, sólo real en la mente del ciego, en su profundo don de profecía. Es el atlas de la condición humana que no precisó de redención alguna. La evanescencia nacarada de las imágenes no brota del papel, es reclamada por la sed de nuestra conciencia de mortales en fragilidad creciente. Y duele pensar que alguna vez habitaremos un espacio donde no sea posible recordar esta luz apresada en el papel como en una de las espirituales moradas de quien veía tanto  que nada ni a nadie más ansiaba ver. La calma alisa los espejos. Cada imagen, cada texto, nos van trasformando la piel sensible del interior del antebrazo en una superficie líquida sobre la que lo inefable del mundo se refleja. Aprendemos por ósmosis, como los pétalos de los geranios, el párpado de las garzas, la sal sobre la roca. En cada texto y cada imagen se contiene la dimensión del mundo. Se puede intuir la magnitud del universo dejando que la noche nos alcance ante una de estas imágenes o uno de estos poemas. Los pájaros blancos escarban en la arena mojada sin sospechar que es nuestro corazón el lugar donde buscan sus pequeños moluscos. Se ha sobrepasado el límite de cualquier forma de conocimiento que incidiera en la división estanca de la Naturaleza. Somos música y artrosis y veneno y amarillo de cadmio y piedra en el bolsillo y miedo de tormenta en nuestros cinco años. Alicia de Larrocha emerge entre las danzas españolas de Granados y mientras caminamos, ¿no nos habrán encontrado ya?
Hay obras de imposible frontera. Uno advierte la dimensión de la mística y de la ética y de la metafísica y de la rueca y del arte de tejer, sin necesidad de cuestionarse nada. Se trata sólo de alzar el rostro hacia la Belleza, tomar la Belleza como quien toma el sol, notando cómo se nos va adentrando célula a célula y nos hace comprender el mundo sin pretender justificar cuanto no precisa explicación. Ahí está el milagro de la verdadera poesía, que no reside en la imagen o  en la palabra sino en su hueco, en la delicada mancha verde que nos queda en la retina cuando cerramos los ojos después de atender humilde y largamente a cualquier punto de este mapa. ¿Y si me perdiera para no seguir escuchando la voz vulgar del tiempo? Para ser encontrados nos perdemos, para hallarnos en las manos articuladas de trampantojos y peldaños. Rodamos por la luz impresa como una canica sobre la superficie del hule de la cocina de la abuela. Cada imagen es una rebanada de pan mojado en vino con azúcar, o un polvo de canela sobre la sombra ligera de Zaynab. Lugares donde la mano del hombre no imitó a la vida, sino que la hizo elevarse de la nada, como un dios piadoso o el humo inteligente del lento cigarrillo de María Zambrano. La niña nos regala las alas de las avispas caídas, y deteniendo el tiempo en cada borde de imagen, el hombre se perpetúa en la pupila de una infancia que brilla más que el fuego y la verdad y la perfecta dimensión del ciclo que alza y agosta las cosechas.
No es posible cerrar esta mirada escrita, ni aun dejando que caiga la noche sobre ella. Como esa última gota de sangre vertida, la amapola del libro es una flor efímera, y por tanto inmortal en quien accede a ella. Ni muere lo mirado ni muere la mirada. La eternidad es un suspiro detenido en el verde de un río recordado, el dorado de la cima de los álamos dulces, el blanco de una nube que atraviesa la luna.
¿Poesía? ¿Imagen? ¿Trascendencia? Un ángel ha pisado sobre la arena húmeda. Y La mirada escrita es esa huella.


FEDERICO GALLEGO RIPOLL
(Sobre La mirada escrita, de Ricardo Martín García y María Antonia Ricas Peces. Editorial Cuarto Centenario. Toledo, 2018)