Federico Gallego Ripoll |
ESA HUELLA
Para atarse a la hierba hay
que tener muy diáfano el propósito, seguro el gesto y algo frías las manos. No
basta la intención, ni un corazón que sepa reptar sobre los cuerpos buscando en
las vaguadas (de la carne) su propio precipicio. Nada más frágil ni más eterno
que esa dulce respuesta de la tierra hacia un orbe que aguarda. Se establece el
lugar de la impotencia cuando pesan más las vetas de un cielo ardiendo que el
impulso de altura de una mirada (nuestra) que se sabe pequeña ante el milagro
de ese jaspe volátil que en sí contiene al mundo (la imagen que del mundo nos
hicimos). Lo que arde (dentro de los ojos encinta) es la mirada que espera ser
parida. La razón anticipa su idea del prodigio, pero en vano. Donde abundó el
deseo de plenitud humana sobreabundó la terca realidad de la Belleza. No hay
palabra en que quepa el Universo. Sólo callando puede el poeta contener la
verdad de un mundo donde el pasado en llamas autoriza el futuro. Y en ese
instante donde la yuxtaposición de tiempos y distancias determina el vórtice de
todas las tormentas, se ubica el lápiz de María Antonia Ricas, siendo sin ser,
esperando sin saber qué esperar, desleída como una lágrima en el lago, firme
como la punta de la daga en el pecho cobarde. Volátil, densa, desposeída,
déspota, sometida, indemne, deshabitada, Mariantonia huidiza, expectante, avispada,
insumisa, soliviantada, terca, febril, intuitiva, clarividente, humilde,
Mariantonia trémula, aérea: como el temblor del agua casi a punto de hervir.
La Belleza no precisa de ningún
argumento, nada puede intentar explicar su razón, a nadie ha de otorgar
pleitesía, y nadie ha de intentar ante ella cosa distinta a la mera gratitud a
que sea posible si hay un punto de encuentro: que seamos capaces (merecedores)
de esa interpelación suya que nos vuelve vasallos, dichosos ante el prodigio.
No ha de ser comprendida en su esencia o su propósito, aunque sí pueda serlo el
lenguaje en que accede a darse. El mundo, en su conjunto, es un vehículo para
su manifestación, y nosotros, seres inteligentes en la medida en que somos
capaces de recibir el don que nos transforma, somos el destino de esa
percepción de la armonía que nos explica, no lo que ella es, sino lo que es y
somos todo y todos lo demás.
La Belleza utiliza lo
absoluto de cualquier lenguaje, nada le es ajeno ni imposible, allí donde haya
un ser capaz de percibirla, existirá un idioma en que sepa vibrar en íntima
afinidad con lo más gratuito del Hombre en su vigilia: lo que le hace hombre y
mujer conscientes de la muerte y, por tanto, de lo valioso de cada instante de
vida exenta de toda servidumbre. La Belleza se da en la plenitud de nuestra
plena indefensión, pues nunca pide nada, sólo otorga (nos otorga) el don de
hacernos plenos en lo efímero a través de su plena gratuidad intransferible.
Quienes participamos de
alguna condición que nos acerque a lo inefable de su esencia, estamos
condenados a no elegir, y sumisos sometemos las manos a su roce y la frente a
su aliento, pero no siempre el vaso es transparente, ni es firme el pulso que
ha de tensar el arco. Se diría que nuestra fragilidad es un desfiladero que elige
con frecuencia, y por eso temblamos como el pabilo débil prendido a la
intemperie. Porque ella llega, o no, y nosotros hemos de saber que esa mera
posibilidad es el regalo.
A veces se concede en un
poema, y entonces la palabra se disuelve con lentitud de brisa en un vaso de
agua, o en una imagen que viene a sobrecoger algo que recordamos en territorio
propio ajeno a la memoria. Si es en música podemos presenciar la génesis del
mundo o aventar la ceniza del peor cataclismo. Y si es en forma, en aroma o
paisaje, podemos percibir que hay leyes que armonizan todos elementos, una
medida exacta en que confluyen.
A veces, también, hemos
de apelar a la Belleza en defensa propia, cuando lo injusto, lo soez, lo
vulgar, lo insultante, lo regresivo de cuanto nos rodea, hieren ese borde de
copa por donde se derrama nuestra capacidad de hacernos mundo con el mundo.
Entonces, solemos alzar la mirada a lo distante, sin darnos cuenta de que cerca
de nuestro pie, al alcance de nuestra mano, la Belleza se nos ofrece desde los
sonidos sosegados, los diáfanos paisajes y las pequeñas palabras. Aquí, rozando
nuestros labios, soplando nuestra nuca, la Belleza se abre como una fruta
inmediata y sorprendente; como un verso, un trazo, un claroscuro, un
sustantivo, una pupila: un licor recordado, una textura armónica o una mirada
escrita.
María Antonia Ricas y
Ricardo Martín García saben convertir la
palabra en aroma y la imagen en música. En la idea matriz de sus libros habita
la Belleza, que ahora se despliega y se reparte desde su concreción, como en un
reducto donde la inteligencia y la sensibilidad se empeñan en recordarnos que
hay Vida más allá de lo terrible de un mundo de apresurados vuelorrasos y largas
(ancestrales) injusticias.
Adentrarse en sus obras
es descalzar el alma, regresar a un estado de pureza intangible donde lo único
que permanece inalterable, más allá de la cómplice sorpresa, es la lejana voz
antigua de nuestra madre, cuando era joven y nosotros niños capaces de mirar a
la vida sin parpadear. Hay una inocente forma de sumergir el pensamiento en lo
que sobrepasa a cada palabra y cada imagen en las obras conjuntas de María
Antonia y Ricardo, algo que trasciende a la poesía y a la imagen, como si
fuéramos arrastrados a través del conocimiento al otro lado de la intención con
que depositaron cada instante de silencio en esta obra sencilla y compleja,
amplia sobre todo, extendida sobre todo, perdurable sobre todo. Abrir el libro
al azar sobre el atril, es contemplar la propia alma desde la estratosfera,
dejarnos inundar por el limo nutricio de una luz de imposible existencia, sólo
real en la mente del ciego, en su profundo don de profecía. Es el atlas de la
condición humana que no precisó de redención alguna. La evanescencia nacarada
de las imágenes no brota del papel, es reclamada por la sed de nuestra
conciencia de mortales en fragilidad creciente. Y duele pensar que alguna vez
habitaremos un espacio donde no sea posible recordar esta luz apresada en el
papel como en una de las espirituales moradas de quien veía tanto que nada ni a nadie más ansiaba ver. La
calma alisa los espejos. Cada imagen, cada texto, nos van trasformando la
piel sensible del interior del antebrazo en una superficie líquida sobre la que
lo inefable del mundo se refleja. Aprendemos por ósmosis, como los pétalos de
los geranios, el párpado de las garzas, la sal sobre la roca. En cada texto y
cada imagen se contiene la dimensión del mundo. Se puede intuir la magnitud del
universo dejando que la noche nos alcance ante una de estas imágenes o uno de
estos poemas. Los pájaros blancos escarban en la arena mojada sin
sospechar que es nuestro corazón el lugar donde buscan sus pequeños moluscos.
Se ha sobrepasado el límite de cualquier forma de conocimiento que incidiera en
la división estanca de la Naturaleza. Somos música y artrosis y veneno y
amarillo de cadmio y piedra en el bolsillo y miedo de tormenta en nuestros
cinco años. Alicia de Larrocha emerge entre las danzas españolas de Granados y mientras
caminamos, ¿no nos habrán encontrado ya?
Hay obras de imposible
frontera. Uno advierte la dimensión de la mística y de la ética y de la metafísica
y de la rueca y del arte de tejer, sin necesidad de cuestionarse nada. Se trata
sólo de alzar el rostro hacia la Belleza, tomar la Belleza como quien toma el
sol, notando cómo se nos va adentrando célula a célula y nos hace comprender el
mundo sin pretender justificar cuanto no precisa explicación. Ahí está el
milagro de la verdadera poesía, que no reside en la imagen o en la palabra sino en su hueco, en la delicada
mancha verde que nos queda en la retina cuando cerramos los ojos después de
atender humilde y largamente a cualquier punto de este mapa. ¿Y si me
perdiera para no seguir escuchando la voz vulgar del tiempo? Para ser
encontrados nos perdemos, para hallarnos en las manos articuladas de
trampantojos y peldaños. Rodamos por la luz impresa como una canica sobre la
superficie del hule de la cocina de la abuela. Cada imagen es una rebanada de
pan mojado en vino con azúcar, o un polvo de canela sobre la sombra ligera de
Zaynab. Lugares donde la mano del hombre no imitó a la vida, sino que la hizo elevarse
de la nada, como un dios piadoso o el humo inteligente del lento cigarrillo de
María Zambrano. La niña nos regala las alas de las avispas caídas, y
deteniendo el tiempo en cada borde de imagen, el hombre se perpetúa en la
pupila de una infancia que brilla más que el fuego y la verdad y la perfecta
dimensión del ciclo que alza y agosta las cosechas.
No es posible cerrar esta
mirada escrita, ni aun dejando que caiga la noche sobre ella. Como esa última
gota de sangre vertida, la amapola del libro es una flor efímera, y por
tanto inmortal en quien accede a ella. Ni muere lo mirado ni muere la mirada.
La eternidad es un suspiro detenido en el verde de un río recordado, el dorado
de la cima de los álamos dulces, el blanco de una nube que atraviesa la luna.
¿Poesía? ¿Imagen?
¿Trascendencia? Un ángel ha pisado sobre la arena húmeda. Y La mirada
escrita es esa huella.
FEDERICO
GALLEGO RIPOLL
(Sobre La mirada escrita, de
Ricardo Martín García y María Antonia Ricas Peces. Editorial Cuarto Centenario.
Toledo, 2018)