El
dios desnudo lee
mi nombre.
Duino,
me asusta su estatura
infantil.
Este
olor a mar de mis brazos,
esta
invisibilidad lenta,
una
tonsura del deseo
en
mi pelo sin peso;
este
desvestirse aunque cubras
mi
cintura, aunque me retengas
en
la petición de tus ojos
abiertos
atándome, atándome.
Algo,
en el instante
de
la alegría del olvido,
separa
nuestros cuerpos.
Yo
me confundo con la espera
de
la desnudez.
Levanta
lienzos la actitud
reposada
de
la sacerdotisa.
¿Qué
secreta fragilidad
velan?
¿Qué
resistencia en mí descubren
para
que ya no escape
del
amoroso golpe
que
tus palabras y las mías
retrasaban
e hinchaban
de
jadeo?
A
mi lado se yergue
la
criatura
con
su enorme sexo de bosque
hambriento,
umbrío
como
temible lanza
prohibida
para niñas.
Y
tanto huelo a mar
que
ya no me defiendo
de
esa herida.