LA EXTRANJERA
Los pescadores de Naxos mastican
una concha ovalada
para probar la sal que el desconsuelo
sedimenta en el fondo
de una crátera llamada abandono.
En Naxos las ofrendas son maderas
que alguien dice que brillan como el
resto
de un banquete divino
o de una ceremonia que exaltaba
la vehemencia de los adalides.
Los lagartos de Naxos
se fríen en sartenes de granito.
Los cormoranes buscan, se relamen
y, más tarde, los gatos
cazan los cormoranes y trituran
sus huevos con destreza ensimismada.
Los muchachos de Naxos,
haraganes y procaces, espían
el paso entrecortado de la loca.
La distraen con miedo, con insultos
y ella, blanca, les arroja su anillo,
su cinturón de estrellas melancólicas.
Cuando la tarde vuelve a ser violeta,
las mujeres de Naxos
se sientan a la entrada de las casas
con el cojín orondo de bolillos,
con ágiles respuestas en sus dedos,
con alfileres ácidos
en el morado pliegue de sus bocas.
- Yo he visto a los cangrejos - dice una
-
picotear su peplo desceñido
creyéndose la carne
de una medusa seca de la orilla.
- Yo he visto que la espuma - dice una -
le rizaba los pies y ella bebía
el agua más salada, casi púrpura
a fuerza de ser sangre sumergiéndose.
- Y yo la vi tenderse y no se hundía
hablando con delfines y con pulpos.
Sus pechos parecían dos islotes
sin pájaros
y su vientre una costa donde el viento
gemía y levantaba tolvaneras…
¡Que los dioses nos nieguen
tanta soledad y tanto olvido!